The Clock (2012) Christian Marclay |
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Toda película funciona como un reloj. Un reloj silencioso que articula el tiempo discretamente. No lo hace mediante agujas o dígitos numéricos sino a través de registros visuales y auditivos. Lo fílmico y lo videográfico expresan el carácter ineluctable del tiempo sutilmente, transmitiendo su inabarcable dimensión. La irreversibilidad temporal coincide con unos medios cuya tecnología fomenta su devenir: una reproducción condicionada por su perpetua transformación. Proyecciones de imágenes en movimiento y amplificaciones sonoras manifiestan cómo en ellas lo único realmente constante es el cambio. Más allá de duraciones ancladas en parámetros cronométricos (segundos, minutos, horas), cada pieza audiovisual ejercita singularmente su flujo temporal. Esta esencia que fundamenta el cine y el vídeo queda sintetizada en el concepto time-based media (1).
Si según Henri Bergson el tiempo es irrepresentable porque es fluido y absoluto (2), resulta sintomático que, como razona Mary Ann Doane, el cine adopte “la narrativa como medio principal de hacer el tiempo legible” (3). El tiempo irreversible del dispositivo fílmico –la cámara al registrar, el proyector al reproducir–, el tiempo diegético –su representación dentro de la narrativa–, el tiempo histórico de las imágenes –el momento en el que fueron filmadas– y el tiempo de recepción de la audiencia –relativo al contexto de exhibición– son las temporalidades que el cine amalgama. Múltiples temporalidades desestructuradas hacen acto de presencia en obras donde fragmentación, discontinuidad y elipsis son elementos consustanciales. El cine captura y almacena el tiempo; mostrándonos relojes lo proclama, pero de modo diferente (4).
Amelia Groom afirma que “el arte nos puede mostrar cómo nuestro entendimiento del tiempo ha sido siempre algo variable y construido en vez de ser ‘natural’ o pre-existente” (5). Desestabilizar los regímenes internos que vehicula el reloj es habitual en el cine de vanguardia: desnaturalizar su funcionamiento y extrañar su forma permiten subrayar tanto la complejidad que entraña como el rechazo que suscita (6). En ciertas prácticas audiovisuales contemporáneas de raíz artística la construcción temporal queda subvertida, sus relojes transgredidos. Tergiversando su utilidad se intuyen dimensiones cinemáticas fluctuantes que exploran nuevos ritmos, otras pausas. Son configuraciones disruptivas que incorporan rasgos metalingüísticos, evidencian literalmente la noción de tiempo real o sesgan las coordenadas espacio-temporales. Cuestionando las convenciones artificiales del tiempo físico se convocan apreciaciones fenomenológicas que exponen la disociación entre tiempo objetivo y tiempo subjetivo.
The Clock (2012) del norteamericano Christian Marclay es el ejemplo paradigmático de ensimismamiento temporal revelado en tiempo real. Sus veinticuatro horas de duración recrean el funcionamiento de un reloj a lo largo de un día. Puestas en escena recicladas y secuencias apropiadas de relojes de pulsera, de pared o digitales marcan todos los minutos de una jornada. La sincronización exacta entre la proyección del film y la hora local convierte cada plano en la saeta de un reloj. Rememorar parte de la historia del cine como si de un reloj de pared se tratase es una de sus consecuencias. La pantalla rectangular sustituye el soporte circular para indicar cada minuto del día, incluyendo actrices y actores que reaccionan al comprobar la hora. El cineasta francés Christoph Girardet usa el mismo planteamiento en 60 Seconds (Analogue) (2003). Sesenta planos de un segundo, extraídos de films ajenos, muestran una variedad de relojes de pulsera indicando el transcurso de un minuto pensado para desplegarse en bucle. Su sencillez contrasta con la ambiciosa magnitud de la anterior, pero su precisión cronométrica es idéntica. Ambas son obras de found footage que visibilizan el desarrollo temporal mediante imágenes pretéritas que congregan presentes, intuyendo futuros.
Señalar la hora para enfatizar su duración es el propósito del norteamericano Morgan Fisher en Phi Phenomenon (1968). Un reloj eléctrico de pared es el único elemento visible de una pieza minimalista y tautológica que asimila el movimiento exponiendo su transcurso. El avance solo se percibe a través del minutero y la memoria de la audiencia, confrontada con la experimentación del cambio a través de la propia subjetividad. La gratificación por apercibir variaciones prácticamente imperceptibles y la noción de aburrimiento se ponen en diálogo. Por el contrario, Bleu Shut (1971) del californiano Robert Nelson es un collage fílmico solucionado como un divertimento. Una diversidad de construcciones visuales, estructuradas alrededor de un pequeño reloj de ajugas ubicado en la parte superior derecha, forman una película cuyo subtítulo reza: “30 minutos”. Esa es la duración de una pieza planteada como un concurso de identificación de nombres de barcos, lanchas y botes variopintos. Una serie de estampas fijas con textos sobreimpresos recalcan un trabajo que evoca un programa radiofónico. La comicidad que transmiten las voces de la presentadora y los dos participantes marcan una pieza lúdica, participativa, que reflexiona sobre su propia duración.
El cuerpo humano funciona en consonancia a un conjunto de pautas diacrónicas, articuladas como engranajes mecánicos acordes con el transcurrir de las horas, los días, las semanas, los meses y los años. El colectivo Raqs Media Collective argumenta que “la percepción del tiempo es metasensorial, se sitúa por encima de todos los otros sentidos” (7). En Time Piece (1965) de Jim Henson los ritmos del cuerpo del propio director quedan sincronizados al patrón sonoro de una percusión. Referencias continuas a relojes antiguos puntúan decenas de acciones meticulosamente calculadas. Una comicidad ciertamente absurda marca la sucesión de eventos representados. La cotidianeidad queda regida por un tempo orgánico hecho de pasos, gestos y acciones repetitivas. Se transmite así que existe un reloj dentro de cada uno de nosotros, incluso varios. En Clockshower (1973) Gordon Matta-Clark se adentra en uno de grandes dimensiones. El artista norteamericano asciende por la Clocktower de Nueva York, instala un austero sistema de riego en su eje, se ducha, se afeita, toma un baño, duerme un rato y homenajea la mítica escena de El hombre mosca (1923) de Harold Lloyd. Espacio doméstico y esfera pública se diluyen mientras se impide el avance de las manecillas del reloj. Este aseo matutino descontextualizado queda documentado en vídeo desde un lejano plano contrapicado que constata lo elevado de una performance que pone en crisis la señalización temporal.
La dialéctica entre el sujeto y el reloj también marca la pauta de One Year Performance 1980–1981 (Time Clock Piece) (1981) de Tehching Hsieh. En esta acción monumental realizada entre el 11 de abril de 1980 y el 11 de abril de 1981 el artista taiwanés ficha a cada hora en punto del día, durante cada uno de los doce meses que conforman un año. Centenares de fotogramas únicos documentan una acción colosal cuya disciplinada repetición improductiva remite al mito de Sísifo. En su estudio, Hsieh marca cada casilla de sus tarjetas en una clock stamp machine, poco antes de realizar un autorretrato frontal en soporte fotoquímico (8). Cada instante queda resumido en un solo fotograma que da como resultado una película de seis minutos. El cronógrafo ejemplifica la tensión entre dos periodos temporales extremadamente diferenciados: los 365 días que dura la acción y los pocos minutos que la sintetizan. Este extenso desvío temporal se extrema en Cosmic Clock (1979), del cineasta de animación Al Jarnow. Aquí un billón de años queda comprimido a poco más de dos minutos.
La performatividad del reloj, personificada a través del trabajador, queda incrementada en los proyectos Standard Time (2008) y Real Time (2009). Creadas por los artistas alemanes Mark Formanek y Maarten Baas, respectivamente, esta dos obras versátiles construyen el tiempo a medida que avanza (9). En la primera, un grupo de obreros cambian meticulosamente los dígitos de una gran instalación –un reloj ubicado en un solar de Berlín o en la estación central de Rotterdam– a lo largo de veinticuatro horas. Real Time opera en una línea similar. Consta de una serie de acciones que visualizan el tiempo a través de tres propuestas diferentes: Sweepers, Analog Digital y Grandfather Clocks. Barrer un montón de deshechos colocados linealmente sobre el suelo; pintar un vidrio con un material opaco o limpiarlo con utensilios domésticos y dibujar líneas con rotulador sobre un cristal son actividades realizadas para precisar el correcto funcionamiento de relojes analógicos o digitales. Formanek y Baas ponen en crisis la noción productiva del tiempo interrogando la popular afirmación: “tiempo es dinero”.
Estas prácticas desvelan la mecánica del reloj para problematizar su rigurosidad, alterar su utilidad o acentuar su poética. Sustrayendo las agujas del reloj se ilustra lo extemporáneo, la pluralidad de presentes suspendidos o la posibilidad de situarse fuera del tiempo. La ausencia de manecillas en los relojes de Messages (1984) de Guy Sherwin y Los espigadores y la espigadora (2000) de Agnès Varda, transmiten un dominio atemporal que conecta con la ‘cancelación del futuro’ propugnada por Franco Bifo Berardi (10). Preguntarse por las temporalidades que los medios audiovisuales aún no han sido capaces de vislumbrar parece estar plenamente justificado. Porque lo cronológico existe pero los vacíos también. Establecer resistencias a la medición en unidades iguales e intercambiables, propuesta por la mecánica del reloj, es un modo de subrayar el valor de la cronofenomenología (11). ¿Cómo se explica sino que, en el ámbito audiovisual, unas cuantas horas pasen volando, unos pocos minutos parezcan eternos o unos escasos segundos detengan el tiempo?
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(1) Jean-Luc Godard sintetizó la fundamentación del medio cinematográfico acudiendo al tiempo calculado: “El cine es la verdad veinticuatro imágenes por segundo”, frase pronunciada en su film Le Petit Soldat (1963).
(2) Bergson, Henri, La evolución creadora. Madrid: Espasa-Calpe, 1985.
(3) Ann Doane, Mary, La emergencia del tiempo cinemático. La modernidad, la contingencia y el archivo. Murcia: Cendeac, 2012. p. 101.
(4) Como “diferentes” son las percepciones que tiene el protagonista de La Jetée (1962) de Chris Marker, cuando viaja al pasado eludiendo un presente coartado por la radioactividad.
(5) Groom, Amelia, “Introduction. We’re five hundred years before the man we just robbed was born” en Groom, Amelia (Ed.) TIME. Documents of Contemporary Art. Londres. Whitechapel Gallery, 2013. p. 18.
(6) Barreiro González, Maria Soliña, La mirada obsesiva: imágenes del tiempo en el cine de vanguardia europeo de los años 20. Barcelona: Universidad Pompeu Fabra, 2011.
(7) Raqs Media Collective (2011) “Plankton in the Sea: A Few Questions Regarding the Qualities of Time” en Groom, Amelia, op. cit. p. 186.
(8) Esta máquina perforadora utilizada para fichar también aparece en Tiempos Modernos (1936) de Charles Chaplin. Mediante ella se escenifica la explotación económica sufrida por el proletariado a partir de la consolidación de la Modernidad.
(9) Ambas acciones tienen versiones para dispositivos personales que se asemejan a piezas digitales como L’Horloge (2005) de Étienne Chambaud, Flipped Clock (2008) de Thomson & Craighead y Zero Noon (2013) de Rafael Lozano-Hammer.
(10) Bifo Berardi, Franco, Después del futuro. Desde el futurismo al Cyberpunk. El agotamiento de la modernidad. Madrid: Enclave de libros, 2014.
(11) Luis Díaz, J. (2011) “Cronofenomenología: El tiempo subjetivo y el reloj elástico”. Salud Mental, 34 (4), pp. 379-389.
60 Seconds (Analogue) (2003) Christoph Girardet |
Bleu Shut (1971) Robert Nelson |
Phi Phenomenon (1968) Morgan Fisher |
Clockshower (1973) Gordon Matta-Clark |
One Year Performance 1980–1981 (Time Clock Piece) (1981) Teching Hsieh |
Standard Time (2008) Mark Formanek |
Real Time (2009) Maarten Baas |
Messages (1984) Guy Sherwin |
Los espigadores y la espigadora (2000) Agnès Varda |
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