Publicado en el número 14 de blogs&docs
El último film de Pere Portabella es un ejercicio de estilo. Y lo es con todas sus consecuencias. Supuestamente estamos ante una obra vanguardista que camina por senderos arriesgados planteando una lectura transversal, estilizadamente abstracta, alrededor de la música del compositor Johannes Sebastian Bach.
Y en realidad es así. El silencio antes de Bach trabaja las formas cinematográficas de un modo original y particular, ya sea por la desaparición de la relación causa-efecto, la asincronía entre imagen y sonido, los bruscos saltos temporales y espaciales, la ausencia de una línea narrativa coherente con la percepción de la literatura decimonónica o por la variedad de registros fílmicos manifestados en las difusas acepciones historiográficas de cine de vanguardia (cine experimental estético y político), documental (no-ficción, ensayo fílmico) y ficción. Todos los recursos utilizados resultan fáciles de identificar como el del discurso personal de un autor cuya visión rupturista -marcada por las historias sin argumento (1)-, ya se planteaba en filmes como Umbracle (1972). La duda que subyace este planteamiento artístico es la pertenencia a una extraterritorialidad, a una independencia asumida de antemano que en El silencio antes de Bach parece desaparecer. Los sistemas de producción han cambiado, el contexto ya no es el mismo y la urgencia expresiva y comunicativa ha desvanecido. Ya no hay discurso político como sucedía en No compteu amb els dits (1967), Umbracle o más claramente en El sopar (1975) y Informe General (1976), nada queda de la fascinación vampírica y arrebatadora de Cuadecuc-Vampir (1970). El resultado se ha diluido para acercarse a una pretenciosidad encubierta que busca insistentemente una épica transcendental, aquélla que en Pont de Varsòvia (1989) ya causaba estragos.
Como buen conocedor de la ilimitada capacidad discursiva del medio cinematográfico, de su carácter híbrido y de las limitaciones que la literatura del siglo XIX ha impuesto sobre la mayoría de ficciones fílmicas habidas y por haber, el director catalán utiliza las herramientas que tiene a mano proponiendo combinaciones voluntariamente desordenadas de escenarios, personajes, sonidos y música, que funcionan cuando demuestran imprevisibilidad y sutilidad. Portabella plantea un conjunto de secuencias aparentemente desconectadas entre ellas que, atravesando fechas (siglos XVIII, XIX y XXI), lugares (Dresden, Leipzig y Barcelona) e idiomas (castellano, italiano y alemán), conforman un fresco deliberadamente desencajado que se sustenta en lo intrínsecamente musical, en las relaciones que se establecen entre la música del compositor Bach y aquellos que interpretan su música con posterioridad o que viven de ella.
Las estancias vacías de la Fundació Miró de Barcelona, por las que un piano dirigido por control remoto pasea al son de una composición, dan paso a la entrada de un hombre invidente que se encarga de afinar las notas del instrumento. Son los primeros planos de una obra que dará voz a personajes ubicados en el presente como los camioneros que se encargan de transportar pianos, el pintoresco guía de la ciudad de Leipzig o la violoncelista; y otros que interpretan, en tiempos pretéritos, instantes de las vidas de J. S. Bach y Fèlix Mendelssohn, entre otros. La visión de la historia de Europa se hilvana mediante el protagonismo de actores hieráticos, que cuando desaparecen de cuadro dan lugar a algunas de las imágenes más bellas del film. Es ahí cuando la poesía visual, heredada de las colaboraciones con Joan Brossa y las concepciones musicales de Carles Santos, hace acto de presencia en planos efímeros como el de un piano que cae de modo estruendoso sobre el agua.
Que la factura fotográfica de Tomás Pladevall sea tan premeditadamente preciosista, que las introducciones históricas estén tan ancladas a la idea de biopic (aún a pesar de la austeridad de los escenarios, los vestuarios, el atrezzo y la renuncia absoluta por conformar una biografía histórica al uso) y que las escenas del metro y de la tienda de instrumentos se resuelvan de igual modo, revelando una grandilocuencia propia de anuncio publicitario a medida que aparecen un mayor número de músicos interpretando la misma pieza musical; desvirtúan una película donde la forma ni piensa ni deja pensar. El hecho de que los juegos asincrónicos entre imagen y sonido disten en perspicacia a los que el mismo Portabella ya había puesto en práctica durante la década de los setenta, restan interés a un film que apunta maneras pero las acaba difuminando por su hermetismo. Este anquilosamiento queda perfectamente ejemplificado en el uso constante de travellings laterales de homologada y óptima calidad. La crudeza de la textura fotográfica de Caudecuc-Vampir, el devaneo angustioso de las escenas de Umbracle, el lúdico sinsetido en la crítica publicitaria de No compteu amb els dits y la inmediatez de los documentos sobre la práctica pictórica de Joan Miró (como la vitalidad expuesta en la performance sucedida en la Plaça de la Catedral en Miró l’altre del año 1969), dejan paso a una factura impecable, que por su profesionalidad, su grandilocuencia y su manierismo acaba lastimando el significado presente de su autor.
(1) Expósito, Marcelo (coord.) Historias sin argumento: el cine de Pere Portabella. Barcelona. Ediciones de la mirada y Macba, 2001.
Hola Albert,
ResponderEliminarEstoy bastante de acuerdo, con todo la película me resultó muy interesante.
Permite pensar un poco, como apuntas, en lo qué podía considerarse vanguardia hace décadas y ahora, y sobre todo en mostrarse y empeñarse en seguir siéndolo. No sé hasta qué punto ejercer de vanguardista declarado es posible en la actualidad, ya hablamos una vez cómo había sufrido el mismo término de vanguardia con el tiempo.
Puede parecer algo simplista, de hecho lo es, pero creo que la naturalidad que había en la vanguardia de "antaño" a pesar de toda la (auto)conciencia cr´tica para con el medio que tenía, no parece ser el fuerte de Die stille vor Bach.
Los que todavía podemos considerar aquella actitud y formas como necesarias no parece que encontremos en esto respuesta, al menos yo.
Un saludo.
Hola Roberto,
ResponderEliminarMe alegra saber que hay gente que de vez en cuando lee lo que cuelgo por aquí.
Tienes razón, se debería conretar qué resulta ser vanguardista hoy y si existen manifestaciones vanguardistas, o si éstas continúan teniendo sentido en el campo del audiovisual.
A lo mejor resulta anacrónico hablar de cine de vanguardia sobre cualquiera de las propuestas cinematográficas de la actualidad.
Desde Kinodelirio se podría hacer un estudio exhaustivo sobre la posibilidad actual de un cine de vanguardia...
un saludo
Qué tal Albert,
ResponderEliminar¡Uy! me parece que íbamos a terminar todos en el frenopático si intentamos hacer un estudio sobre el problema de la vanguardia en el momento actual, empezando por lo la simple terminología y acabando en lo téroico y la práctico. Pero, vamos, es una idea estupenda y me la apunto.
Hay mucha confusión, hoy la vanguardia casi se entiende únicamente por el desarrollo tecnológico y muchos de los recursos experimentales-vanguardistas de antes han sido normalizados hasta por el melodrama más ñoño de Hollywood. También están las maneras de producción, difusión y exhibición de la obra, la vanguardia es transversal y va, o iba, más allá de la creación hasta lo humano y lo social. No todo es cuestión de gadgets.
No sé, yo lo último que espero de algo que entiendo como vanguardista es que dé la sensación de haberse tragado un palo de escoba y Die Stille vor Bach se ha tragado uno bien grande.
Un saludo.